Llegaron las fiestas de Junio. Era la víspera del día del Santo, cuando la banda de música se dirigía hacia la plaza con sus tambores y trompetas, y las mujeres del pueblo preparaban sus ramos de flores para la ofrenda. En su casa aparecieron unos señores de Madrid que habían aprovechado su viaje a Jaén para corresponder a la invitación que, meses antes, sus padres habían ofrecido, con más diplomacia que convencimiento, por cumplir con la hospitalidad y el trato tan afectuoso recibido por el matrimonio dueño de la pensión en que se hospedaron durante su estancia en la capital, cuando operaron a su hermana mayor de una apendicitis,
— Julita, hija —le dijo su madre— Ve a esos señores y les dices, así como si saliera de ti, que cuándo se van a ir (agobiada con los preparativos y la inoportuna visita).
La niña, que nunca desoía ninguno de los requerimientos de sus mayores, soltó diligentemente a los “malvenidos” huéspedes:
— Que dice mi madre que les diga, así como si saliera de mí, que cuándo se van a ir ustedes.
— En este mismo momento —respondieron los castizos.
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