Las mayoría de veces eran peloteras por las lindes en los sembrados, las viñas o en los corrales, pero también atendía casos leves de amenazas, injurias y otras agresiones menores a las personas (o a los animales), además de alguna que otra disputa conyugal, para lo cual contaba con dotes que muy bien le hubieran válido para terapeuta de parejas, si tal profesión hubiera existido por aquel entonces.
A Don José le concedieron tan honorable cargo porque su currículo aventajaba a otros por saber leer y escribir. Efectivamente era un puesto honorable. Y ya ¡Pare usted de contar! No disponía de más despacho que la mesa camilla del comedor de su casa, ni podía ofrecer a sus parroquianos un horario de atención estable, ya que de esta actividad profesional no recibía remuneración pecuniaria alguna. Por eso el mantenimiento de su familia le requería (hasta donde su arrojo un tanto desplomado le consentía) atender su pequeño patrimonio agrícola, consistente en dos fanegas de tierra de cereal, cuatro de viña de secano y unos cuantos celemines en la vega, para productos de huerta. Además de la dotación para el mantenimiento de ese capital: dos viejas mulas con su aparejo, un carro, aperos de labranza y útiles para la siega y la vendimia.
Pero como de esto tampoco iban a morir ahítos, su esposa compaginaba la atención a la casa y a la familia con una tienda tan surtida de existencias que lo mismo vendía alubias que azulete para colada, colonia a granel, sardinas saladas, o cordones para los zapatos. Esta actividad, junto a la prestigiosa función judicial de su marido, confería a la familia un estatus de notoriedad entre las gentes de la localidad.
La mujer, que había sido bendecida con una presencia de espíritu bastante más briosa y emprendedora, se levantaba antes que el sol, y pacientemente uncía las mulas con el pesado ubio, mientras su marido almorzaba para no enfrentarse desmayado a los duros afanes del campo.
Y cuando ya estaban echadas las albardas y bien apretadas las cinchas, el Señor Juez se ajustaba sus recias albarcas y, agarrando bien fuerte los ramales de las mulas, se enfilaba hacia sus labores agrícolas. No sin antes atender su responsabilidad funcionarial. Por eso al salir a la calle gritaba a sus vecinos:
— ¿Quién quiere justicia? ¡Que me voy a arar!

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