Ella era poeta, sentimental y romántica. Sus palabras, borrachas de sensualidad, sacudían y conmovían la rigurosa compostura de un ingeniero poco acostumbrado a exceder los límites de la técnica.
Conseguía hacer emerger en él una entrega sin límites, sin reservas, con el vértigo de un salto al vacío, pero en la confianza de que su caída era amortiguada por la sensibilidad de su amada.
Se perdía en las vastas proporciones de ese alma soñadora. Se sentía un chiquillo saltando en las alturas de su espacio imaginativo, y descubrió que las emociones se podían saborear o visualizar, como si ella fuera una Frida Kahlo que pintara con palabras.
Se empeñó el destino en separarles por una distancia que alimentó en ella el anhelo de aquella mirada de niño travieso, de su sonrisa, de su voz esponjosa y sus manos inquietas. De sus besos de seda. Engolosinaba su fantasía pensando en abrazarle, rozarle, envolverle de cariño. Deseaba explorarle, buscarle sus cosquillas y sus misterios.
—Diséñame un puente que llegue hasta ti —le pidió un día
—Construido del material de los besos —detalló.
Y él se puso a calcular cuántos.
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