miércoles, 1 de noviembre de 2023

El Caballero de la Luna Perdida

 En un país bastante, bastante cercano, vivía un caballero de temple galante y valeroso, completamente entregado, sin escatimar afanes ni fuerzas de espíritu, al servicio del gran rey Tobe, soberano de las recónditas tierras de Ontos, que se hallan más allá del horizonte de las formas. 

Se sabía hábil y capacitado, pues ya desde su infancia su mente había estado despierta y ávida de conocimiento. Además de su destreza en el arte de la caballería, había desarrollado grandes dotes en delicadas artesanías, como construir maquetas, esculpir el mármol, tallar la madera o reunir medidas de regiones de la Tierra para representarlas cartográficamente, entre otras aficiones a las que se solía rendir siempre que las obligaciones de su oficio se lo permitían. resistiendo con dificultad su fuerte tendencia perfeccionista, 

Leía todos los libros, textos, tratados y pergaminos que se encontraba. En particular sentía una gran inquietud por saber de los misterios de las estrellas y el cosmos. Muchas noches se quedaba en silencio mirando largamente a la luna, como esperando que fuera ella quien le revelara las respuestas a sus interrogantes.

Contribuía grandemente a la formación de su carácter un marcado rasgo de disciplina y orden, que se impregnaba en su conducta y matizaba sus quehaceres. Tanto que en una ocasión que tenía una cita con el gobierno del rey para revisar los planos y estrategias de su próxima cruzada, acudió a la misma trasnochado por haberse demorado varias horas repasando coordenadas e indicaciones, y para asegurarse de llevar buena nota de todas las premisas y advertencias que expondría a la regia consideración. Para llegar a palacio se asistió de su mejor cabalgadura, vestido con el jubón de las grandes ocasiones, calzas ambarinas, unos pulcros pantuflos encarnados y una capa tudesca que había traído de sus últimas andanzas por tierras germanas, sin olvidarse de prender su resplandeciente espada a la pretina que ceñía su cadera y acicalar la testa con un sombrero de penachos cerúleos. De paso, había echado mano del cilindro que le había confeccionado años atrás un artesano toledano en exquisita marroquinería, para portar enrollados y bien preservados de desperfectos o menguas, sus cartas y documentos. Pero, de pronto, cayó en la cuenta:

¡Perdón majestad! Estaba tan preocupado por tenerlo todo tan correcto y tan impecablemente presentado que olvidé el mapa.

No desacostumbraba a tener que bregar con tales aturdimientos, como si unos duendes traviesos encontraran diversión en pifiarle sus denodados esfuerzos por la excelencia de sus obras.

Por otra parte, él basaba su filosofía en la creencia de que todo en la vida es cíclico y está sujeto a leyes inmutables, como las órbitas de los planetas, la sucesión de las estaciones o la alternancia de las noches y los días. Sin embargo, se le pasaba por alto que así como se suceden los ciclos naturales en el universo, también se alternan en las personas periodos de lucidez y momentos de desvarío, porque a veces la razón se esconde en los rincones más profundos para escapar de la estricta lógica, buscando el desahogo de la imaginación y de la fantasía.

Un día que descansaba después de haber pasado toda una semana luchando con un dragón sanguinario de fuego implacable, que amenazaba con asolar el amado reino de su señor, se quedó observando a lo alto, al cielo. Era un día gris, de esos que permiten que, de vez en cuando, el sol pueda echarse una siesta para que sus rayos recobren su energía de iluminación y calor.

No era la silueta del sol (como hubiera sido lo normal) la que traspasaba la borrosidad con la que las nubes se habían encaprichado en sombrear el firmamento. ¡Era luna! Una extraña luna de mediodía. Un enorme disco de un blanco nítido, brillante, que se colaba como intrusa indiscreta a fisgonear los asuntos en los que se ocupaban las gentes en las horas de luz, tan acostumbrada como estaba ella a ver apaciguarse sus idas y venidas en los crepúsculos y a velar sus sueños en el transcurrir de la noche.

Durante unos minutos, el caballero permaneció atónito, sumido en la contemplación de aquel fenómeno irreverente y desafiante de la armonía celeste. Pero no tardó en sosegar su ánimo de censura con una visión más indulgente acerca de esta extravagancia lunar.

    La luna se ha perdido –pensó- ¡Debo salvarla! Si no, no habrá quien alumbre la oscuridad de la noche.

Como buen caballero intrépido corrió a buscar uno de sus mapas, reparando en escoger entre todos aquel de mayores dimensiones, con el propósito de que fueran lo más proporcionadas posible a la distancia astronómica que le separaba del satélite descarriado.

    ¡Aguanta! ¡Serénate! ¡No te preocupes! ¡Yo voy a ayudarte! –gritó, obviando sus márgenes humanos-

Comenzó a andar con ese enorme legajo en las manos, pretendiendo que la luna siguiera sus referencias en la dirección señalada, cuando ante sí y sin percatarse de su perspectiva, sus pies se tropezaron con un buen pedrusco inadvertido que le hizo caer de bruces contra el suelo. El gran golpe infringido en su testuz le privó de su conciencia el tiempo suficiente para que, en el momento en que recuperó el juicio, las sombras ya hubieran sobrepasado al ocaso.

Dolorido pero esperanzado, se dio la vuelta para recuperar el rastro de su radiante protegida, y estando tendido allí, entre un ¡ay! y otro, contempló a la luna paseando su luz a través de la inmensa negrura del cielo, y con voz quejumbrosa, exclamó:

    ¡Cómo me alegro de haberte ayudado! ¡Menos mal que yo estaba allí para rescatarte!

Como nada existe en estado puro ni tampoco en absoluta quietud, sino en una transformación continua y, dado que la rueda de la vida está punteada de paradojas, no advirtió que su excesivo rigor en mantener el orden de las cosas, le empujó al delirio que abrió para él las puertas de la magia de vivirse heroico y sobrehumano por unos instantes.

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